jueves, junio 28, 2007

En el camino...





Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida, mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas



lunes, junio 11, 2007

Las yemas de los dedos



Podemos existir sin ser jamás tocados, ni siquiera tocados por la propia vida. Sin embargo, precisamos que alguien se detenga en nosotros, con nosotros, y, como si de una necesaria curación milagrosa se tratara, nos imponga leve y suavemente sus manos. Quizá a su través nos llegue al alma. Y tal vez con un gesto que no lo tome todo, sino que sea una aproximación, un movimiento que altere el aire, un paso de las yemas de los dedos. Ellas atisban, acarician, sobrevuelan, pero no atrapan. Son nuestro signo de distinción, nuestra mejor huella, y no sólo dactilar. Se desplazan como un paso de danza, como un vuelo de mariposa. Su ir y venir preserva una distancia, la recorre, pero no la zanja. Parecen destinadas para una espalda necesitada, para la demora silenciosa de un paseo elocuente por el envés, por ese rostro sin mirada que no siempre es el reverso de alguien, sino su otro mapa, el de los vericuetos de la sensibilidad. La exploración es a tientas, con una visión que no se agota en los ojos, que es otro ver, un ver que hace ver, un ver que es un tener que ver con alguien.Acariciar no es poseer, ni atrapar, ni tomar. La caricia es un preludio que es ya juego pleno de sentido, no sólo un anticipo. La unión que procura no es la indiferenciada fusión, sino la constatación amorosa de la diferencia irreductible. También nos desbordamos por este extremo de nosotros mismos, nuestros dedos, orilla de nuestros océanos.La caricia que nosotros tanto precisamos constata que el otro es inaprensible y que, sin embargo, puede perfilarse y sentirse como se siente una brisa y un aleteo de ramas tras el paso casi imperceptible de alguien. Tocar como el pensamiento toca al pensamiento, ser tocado así por alguien es saberse involucrado, implicado, inserto, es sentirse afectado, concernido, convocado. Las yemas de los dedos llaman silenciando el agresivo quehacer de los nudillos de las manos. Su sonido es imperceptible, pero su palabra es más sonora que cualquier ruido. El modo de acariciar firma el modo de ser. Sería suficiente con deslizar las yemas de los dedos por un cristal para que pudiera llegar a quebrarse, o ser la clave que abriera la puerta. La mano busca, palpa, tantea, parece querer asir, agarrar, prender, estrechar, apresar..., pero las yemas de los dedos marcan los límites y previenen de la voluntad de posesión. Propician el respetuoso encuentro de la enigmática epidermis, que no es envoltura, sino el afuera en el que brilla y tirita el deseo. No se trata de imprimir en el otro nuestra huella dactilar, sino de que deslicemos las yemas de los dedos. Sólo así tocaremos lo intocable.

lunes, junio 04, 2007

Regalos...



Detrás de una llamada o un mensaje puede estar una persona que despierte las emociones, que renazca recuerdos que quedaron guardados en la memoria y ahora nos estremecen.
Cuando menos se espera, la vida puede sorprender con un regalo, una oferta generosa, tal vez inmerecida, tan valiosa como sólo puede ser lo gratuito. Y ese regalo se disfruta tanto que reconcilia otra vez con la existencia. Debe ser que la vida lo sabe, sabe que uno necesita salir de algún modo de lo oscuro, que no debería moverse constantemente entre la eficacia y el estrés, entre las obligaciones y las preocupaciones. Por eso, puede suceder que un día, de improviso, llame a la puerta un emisario con un regalo, y uno firme el recibo, incrédulo y sorprendido. Quizá suene el teléfono o llegue al ordenador el mensaje de alguien a quien se había perdido la pista; una persona con quien se intercambiaron sólo unas cuantas palabras en cualquier lugar, a lo mejor en un taller de automóviles, o en una reunión; uno más entre otros, una persona especial y misteriosa, cuyo recuerdo permanecía en el fondo de la memoria, porque despertó en nuestro sótano sentimental las ganas de abrir las ventanas, que sin embargo, aquella vez dejamos cerradas. Puede suceder que el gran regalo que nos dé la vida sea precisamente que esa persona vuelva a aparecer en nuestro camino. Y a lo mejor ahora ya no sea tan fugaz el cruce de miradas, ni tan sutil el roce de las mentes, ni tan escondido el estremecimiento. Puede que esta vez el destino apueste fuertemente y ofrezca el tiempo suficiente para remover las emociones de los dos. Cuando todo en nuestra historia estaba bien atado, de pronto se desata un pequeño vendaval. No es cuestión de la adolescencia, ni de la juventud, uno se estremece igual con quince años que con sesenta. Entonces el orden de valores se modifica y los sentimientos se organizan de otro modo. Un modo ilógico pero verdadero, el mismo en el que se ponen las cosas a la hora de morir. Y pasa que, sin poner freno al pensamiento, uno se lanza de cabeza al abismo. Ya está, adelante; merece la pena.Es obvio que esa conmoción ha iniciado su cuenta atrás en el mismo instante en que ha nacido, pero justamente por esa dulce fugacidad, cada instante será un diamante, cada palabra una luna llena y cada caricia, en definitiva, un regalo de la vida.